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Adiós al original.

Ideas en defensa del valor estético de las reproducciones de arte.

Jesús Ángel Martín Martín

 

1.      Introducción

En torno al año 1936 Walter Benjamin escribía una de las obras más sugerentes para la estética contemporánea; se trata de un pequeño ensayo titulado la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. La obra se plantea fundamentalmente el valor estético del cine, y en general la influencia en el arte de los medios técnicos de reproducción de las obras artísticas. El desarrollo industrial permitió el nacimiento de la fotografía y del cine, que son los fenómenos sobre los que reflexiona Benjamín en su artículo, pero actualmente estamos asistiendo a otro cambio espectacular en el mundo del arte: la posibilidad de realizar copias perfectas de una obra de arte, copias digitales que pueden difundirse rápidamente a través de Internet. A continuación expondré mi postura sobre el valor estético de estos productos además de apuntar algunas sugerencias más o menos subversivas al respecto.  

2.      La importancia de la estética

En los últimos tiempos, sobre todo al final del siglo XX, se han oído muchas voces hablando del final del arte, o en términos estéticos, de la ‘clausura del campo estético’. Yo estoy convencido, por el contrario, de que la estética es una disciplina filosófica en pleno apogeo; la estética se ocupa del arte porque es el terreno abonado para los juicios estéticos; pero también se ocupa de otros campos que puedan producir en nosotros juicios de gusto. Hay otros muchos aspectos de la vida, como la comida, la vivienda, o la ropa, en los cuales la dimensión estética está desarrollándose mucho. Estos aspectos, y otros parecidos, eran tratados hasta hace poco como necesidades básicas; sin embargo, cada día más, estamos pagando un plus importante por el valor estético asociado a estos productos; ya no nos conformamos con satisfacer el hambre o la sed sino que estamos dispuestos a pagar más si los productos destinados a ese fin nos satisfacen estéticamente. Lo mismo sucede con la vivienda; hasta hace bien poco buscábamos en ella la funcionalidad pero hoy estamos dispuestos a pagar determinados componentes ornamentales simplemente por la satisfacción estética que nos aportan. Bueno, tampoco quiero alargarme en este tema, simplemente rebatir la idea de la crisis de la estética, para lo cual citaré sólo un último dato: el aumento de publicaciones sobre el tema y el correspondiente interés del público.

Tal vez el arte, o mejor dicho las bellas artes, estén en crisis pero, como ya he señalado, es inherente a la condición humana la necesidad de satisfacción estética. Lo que sucede es que la sociedad evoluciona y los cambios modifican también los gustos y las categorías estéticas. Y como consecuencia de esos cambios cambian los objetos artísticos. 

3.      El original y la copia

Es evidente que cuando oímos hablar de arte pensamos en la obra de arte original y que toda experiencia estética que se precie se produce sólo en contacto con la obra original. Esto se cree a pies juntillas sin haber reflexionado sobre ello. La cuestión es de dónde nos viene esta creencia y, paradójicamente, por qué la SGAE, por ejemplo, tiene tanto interés en valorar las copias pretendiendo recaudar su parte por cada copia del original.

El tema es bastante complejo. Todos sabemos que las falsificaciones han existido siempre, y que se han tolerado, pero como subproductos del arte ‘verdadero’. Con la democratización de la cultura incluso han existido voces en defensa de las copias como único medio de acceso al arte entre las clases populares. Sin embargo el hecho de que una copia pase por original y dé el pego a los expertos plantea un problema estético de gran calibre. Me explico; para la estética clásica, incluso para Benjamín, la verdadera experiencia estética se produce a partir del original; pero hay ocasiones en las que una falsificación pasa por original a pesar de todos los controles; los críticos alucinan con la obra, los técnicos certifican su autenticidad y el coleccionista, o el museo, paga el precio que costaría el original. Bueno, si la falsificación es capaz de producir la experiencia estética que corresponde al original, incluso en los expertos, por qué cuando se descubre su falsía pierde todo su valor, incluso el económico. Casi todos los grandes museos han pasado por esto, pero sobre todo muchos ricos americanos del siglo pasado que han terminado por reconocer que gran parte de su costosísima colección se componía de copias falsas. Entre los más famosos falsificadores está Han van Meegeren, especializado en pintura danesa del siglo XVI, en especial en Vermeer. John Myatt es otro de los grandes en el mundo de la falsificación, que se hizo famoso enseñando a imitar a alguno de los maestros de impresionismo.

Yo creo que el problema de las falsificaciones pasa por ser estético pero no lo es; es un problema económico. Una obra pierde su valor económico cuando se descubre que es falsa porque baja enormemente cotización en el mercado, y baja su cotización por las reglas más elementales de la oferta y la demanda: originales sólo hay uno y copias puede haber muchas (por eso también hay copias y falsificadores más cotizados que otras). Lo que pasa es que para justificar su pérdida de valor en el mercado se acude a la estética, y en concreto a la teoría del original que encuentra su fundamento en Platón y en la teoría kantiana del genio. 

4.      La teoría del genio

Antes decía que el culto al original circula por doquier y que hasta las cabezas peor amuebladas practican este culto transformándolo en actos tan simples como el de comprarse unos vaqueros Levis o unas zapatillas Nike ‘originales’ en un mercadillo. Pero, de dónde nos viene esta idea, o mejor, esta creencia. Por fuerza tengo que simplificar la respuesta ya que es una cuestión demasiado compleja. Voy a mencionar tres de sus múltiples fuentes: Creo que en nuestra cultura Platón es uno de los pioneros del culto al original; él situó la Belleza entre las ideas originarias de las que todo procede; el mundo es una copia y como tal una degeneración del mundo de las Ideas, ese mundo verdadero en el que se inspira el Demiurgo para conformar nuestro mundo material. En ese sentido, aunque tal vez por otros motivos, despreció el arte al que consideró una copia de tercer nivel; es decir, el arte representa, y por tanto distorsiona, la realidad física, que a su vez es una copia degradada del mundo de las ideas. El cristianismo se mantuvo fielmente en esta línea considerando que la verdad y la belleza perfectas se encontraban en Dios.

Unos cuantos siglos después aparece Kant, cuya estética está siendo tan influyente en nuestros días. En la estética del juicio, en el famoso parágrafo 46, viene a decir que la obra de arte lo es porque en su origen está el genio creador; vamos que, como el arte es un producto único y no puede ser posible a partir de reglas técnicas o científicas no es posible más que a partir de una mente genial; o sea que sólo el genio puede ser artista y el artista, para serlo, tiene que ser un genio. El genio haría en el arte el papel que Dios hace cuando crea el mundo. Esta idea ha contribuido a hacernos pensar que cuando alguien adquiere el estatus de artista pertenece ya al olimpo de los genios y que todo lo que sale de sus manos son genialidades, es decir, obras de arte; y todo porque el artista tiene algo de divino que expresa en su obra aunque él no sea muy consciente de ello. En esta idea de que todo lo que produce un artista es arte encontramos otro de los grandes errores de la teoría del arte pero que ha sido muy útil en el negocio del arte.

Kant cita, entre las características que adornan al genio, la originalidad; el genio no se atiene a reglas, sino que las impone a través de su obra; para Kant el genio es todo lo contrario al imitador; su destreza no está en saber copiar o imitar, sino en saber crear. Cito esto porque en estas características adivinamos muchos de los rasgos del arte de hoy, aunque el mismo Kant alerta, casi doscientos años antes de que se produzca, del peligro de la extravagancia en el arte. Por tanto el arte no se atiene a reglas, se basa en un don natural, el talento del genio; y para apreciarlo es necesario el gusto, el buen gusto. Y aquí tenemos a Kant reivindicando la subjetividad del juicio estético y a la vez su universalidad, pero ese es otro tema.

Walter Benjamin, a pesar de la importancia de sus aportaciones, vuelve a reclamar las esencias prístinas del original recurriendo al concepto de ‘aura’.  Él dice que el aura es la esencia misma de la obra de arte, el aquí y el ahora que hacen a una obra irrepetible; por eso toda copia, sea manual o técnica, mata lo esencial del arte, su aura. Creo que con el concepto de aura Benjamin se refiere a las características que hacen de una obra de arte algo único e irrepetible y que sólo en contacto con ese objeto originario surge la auténtica experiencia estética, y para ratificar su teoría cita el origen sagrado del arte y su función ritual; ésta también es una teoría muy utilizada en la estética y que contribuyó a reforzar el valor estético de la obra original.

Hace unos análisis interesantes sobre las técnicas de reproducción del arte en general y del cine en particular. Según él la reproductibilidad técnica modifica la antigua relación del arte con el espectador en varios sentidos; uno de los más importantes es lo que podríamos llamar democratización del arte; por un lado la enseñanza generalizada aumenta la demanda de arte culto y por otro, la capacidad técnica de reproducir cada vez más fielmente las obras hace que éstas sean más asequibles al público.

Otro ejemplo relacionado con esto hecho es la proliferación de artistas; en el siglo XX han aumentado exponencialmente y aún siguen aumentando. Además la pretensión de los artistas de llegar a las masas ha desarrollado nuevas formas artísticas, como la fotografía y el cine. Estas nuevas formas artísticas no sólo han acercado el arte al espectador, también han difuminado la barrera entre el artista y su público; algunas vanguardias han suprimido conscientemente esta barrera haciendo al espectador partícipe de la obra. Hoy se sigue desarrollando esta tendencia gracias a Internet;  las modernas tecnologías, integradas en las llamadas webs 2.0, facilitan esta interacción entre el autor y el lector. Llama la atención cómo se multiplican los lectores que se a la vez son autores que escriben y publican su obra a través de blogs u otros medios digitales. Cabe mencionar también cómo a través de la televisión los simples espectadores se convierten en estrellas, en ídolos de masas y hasta en artistas. Es evidente que si la televisión e Internet hubieran existido en 1936 Benjamin hubiera sacado mucho más jugo a sus ideas; sin embargo la conclusión de aquel artículo es meritoria porque es premonitoria y muy compartida actualmente: la masificación de la cultura y del arte conduce a su devaluación y vulgarización. Pero, a pesar de que Benjamin descubre la democratización del arte, la aparición de medios técnicos cada vez más perfectos para su reproducción y el nacimiento de nuevas formas artísticas, menos elitistas, como el cine y la fotografía, sigue aferrado a la idea clásica que relaciona el arte con la obra original, ligada al elitismo de la teoría del genio.

Sin embargo una de las aportaciones más importantes, a mi juicio, de este escrito de Benjamin ha pasado bastante desapercibido; él anticipa el fin del arte por el arte, teoría íntimamente ligada al arte romántico y a la teoría del genio, como consecuencia del desarrollo de los medios técnicos de reproducción; valora la obra original pero se percata de que los cambios tecnológicos harán necesaria una nueva estética. Es decir, que la estética que surgió para explicar y apreciar el arte romántico ya no es apropiada para comprender el arte actual; las nuevas manifestaciones artísticas nos obligan a establecer nuevas categorías estéticas que den cabida a las nuevas formas y expresiones artísticas. 

5.      Apología de la copia.

Normalmente confundimos el concepto de arte con el de objeto estético; sin embargo el segundo es más amplio que el primero. Cuando hablo de objeto estético me refiero a algo físico, en la mayoría de los casos un objeto, que tiene la facultad de despertar interés estético en alguien; si se trata de una obra apreciada por sus cualidades estéticas más o menos universalmente y avalada por los críticos o los especialistas en arte entonces nos encontramos ante una obra de arte valorada por los expertos y ratificada como tal en las historias del arte.

Como hemos visto aún estamos ante una tradición estética que basa toda experiencia estética que se precie en la posesión o contemplación de obras originales. Sin embargo hemos asistido en los últimos años a un desarrollo espectacular de la tecnología que permite realizar copias tan perfectas como los originales. Esto hace que se difumine enormemente la diferencia entre arte y objeto estético; el primer concepto encaja en la teoría estética tradicional y sigue siendo caro y elitista; sin embargo cada vez es más fácil acceder a objetos estéticos gracias a los avances tecnológicos, aunque la posibilidad de tener experiencias estéticas a bajo coste siempre ha existido, como por ejemplo mediante la contemplación de la naturaleza, o del arte sacro, que la Iglesia ponía a disposición de sus feligreses en las Iglesias, aunque con otros fines.

La cuestión más importante que pretende abordar este artículo es la de si hay una proporción adecuada entre el valor económico y el valor estético de la obra. Hay teóricos, como W. D. Grampp, que definen el arte en función de su precio manteniendo una correspondencia entre los valores estéticos y económicos de la obra; esta concepción, aunque moderna, es heredera de las teorías expuestas anteriormente y yo no la comparto, aunque tiene muchos seguidores que la utilizan a falta de un criterio estético más objetivo que aplicar al arte tras el caos sembrado a partir de las vanguardias; cuando una obra, o un artista se cotiza siempre hay algún crítico, o alguna revista, dispuestos a respaldar con argumentos estéticos el valor económico de la obra.

Sin embargo el objeto estético es sólo eso, algo físico. Su valor estético se lo da el sujeto que lo contempla y su valor económico lo determina el mercado; por eso pretendo reclamar un puesto más digno para todas las experiencias estéticas que podríamos denominar baratas.

Para explicar mejor esto me gustaría decir algunas cosas sobre el coleccionismo de arte. Parece ser que la tendencia a coleccionar es una necesidad psicológica que está bastante arraigada en la naturaleza humana. Unos coleccionan monedas, otros sellos o latas de cerveza, y otros obras de arte. Parece claro que el tipo de objetos a coleccionar está bastante relacionado con el poder adquisitivo del coleccionista. Casi todos sabemos que muchas de las grandes colecciones americanas de arte de vanguardia surgieron de las nuevas fortunas; aquellos nuevos ricos, o sus esposas, quisieron coleccionar algo acorde con su poder adquisitivo y se decantaron por el arte; preguntaron por los artistas y se fueron a París, y los vanguardistas de París, que pasaban bastante hambre en sus buhardillas y despreciaban el arte académico, sucumbieron ante el dinero e institucionalizaron su nueva forma de entender el arte. Bueno, el nacimiento de las vanguardias tampoco se puede simplificar tanto; la evolución del arte hacia la abstracción también tuvo mucho que ver con el tema que nos ocupa. Así como el descubrimiento del tubo de óleo permitió a los pintores impresionistas salir del estudio y pintar más rápido para captar la luz, el nacimiento de la fotografía y del cine facilitaron el trabajo de los retratistas y esas nuevas técnicas fueron fueron una tentación para los artistas figurativos; esa circunstancia también explica que las técnicas tradicionales evolucionaran hacia la abstracción.

Ya he dicho muchas cosas sobre el arte y su proceso de producción, pero para entender el valor estético de las copias hay que referirse al proceso de recepción. Es evidente que toda experiencia es experiencia estética pero ahora reservo el término para referirme a la experiencia artística del espectador, del receptor del arte. Para ser más claro: el artista, el genio, recibe su inspiración y la materializa en la obra de arte; o sea, que la obra de arte es la encarnación del ingenio, del espíritu creador. Ahora, si el espectador tiene buen gusto, será capaz de reproducir al revés la experiencia creadora; la percepción del arte se transformará en él en sentimiento de belleza.

Los devotos del original, en el fondo, están negando la posibilidad de una auténtica experiencia estética si la obra no es original, pero esta creencia tiene muchas lagunas; voy a citar algunas con el fin de contribuir a desmontar esta tradición y poder dignificar el valor estético de las copias de distintas formas de arte, dando más protagonismo al sujeto, como ha hecho la estética de la recepción en el campo de la literatura. Desde el punto de vista de la producción parece indudable que hay algo especial en la producción del original que no tiene la reproducción técnica, pero cuando una obra de arte pasa por original, incluso ante los expertos, y es una falsificación, descubierta a su vez con medios técnicos muy sofisticados, no debería perder su valor estético; si antes lo tuvo después también debería tenerlo ya que sigue siendo el mismo objeto; el problema ya ha sido mencionado más arriba.

Por otro lado sabemos que el valor estético de una obra siempre está condicionado por el receptor. Todos hemos vivido experiencias que constatan este hecho: una obra, o un espectáculo de la naturaleza, nos afecta estéticamente en un momento dado pero no a los pocos días; lo que hoy me parece sublime mañana me parece hortera. Este ejemplo lo cito para desacralizar el objeto y darle protagonismo al sujeto. Otro ejemplo: si pensamos en las antiguas técnicas para reproducir un video analógico descubrimos que cada copia va perdiendo calidad respecto a la cinta original; es decir, que dos mil quinientos años después Platón seguiría vigente. Sin embargo hoy disponemos de copias digitales, que son tan fieles al original que resulta imposible distinguirlas de éste; el perfeccionamiento de las técnicas de reproducción creo que pone definitivamente en crisis la teoría del original. Analicemos el hecho estético: en el caso de la poesía parece que la experiencia estética originaria correspondería a la audición de la poesía por boca del propio autor. Sin embargo está admitido llevarse el libro a casa y disfrutar de la obra por medio de un objeto que no es más que una reproducción por medios técnicos del acto creador. O sea que en las artes literarias, prácticamente desde el nacimiento de la imprenta, ya se ha admitido el valor estético de la copia, aunque en su día también tuviera sus detractores.

El concepto de original flaquea por muchos lados pero actualmente hay una crítica difícil de superar: cuando uno toma una obra de arte, por ejemplo, una canción o una fotografía, y por medio de un editor de sonido o de imágenes modifica la obra, ¿cuál sería su nuevo estatus en relación con la atribución de autor? Ya sabemos cómo resuelve la ley el tema de los derechos de autor pero éste es un problema jurídico y no estético. Otro ejemplo, si se hace una película a partir de un libro al autor de la novela se le pagan sus derechos, pero cuál es estatus del director de cine en relación con la autoría de la obra. ¿Estamos ante dos obras de arte y dos autores distintos? ¿Es una sola idea pero expresada de distinta forma? En resumidas cuentas, ¿quién es el genio en este caso? En esta situación casi siempre nos gusta más el libro que la película, lo cual reforzaría la teoría del original, pero no siempre es así; además, el hecho de haber leído primero el libro ya nos condiciona como espectadores.

Uno de los temas calientes de este artículo tiene que ver con los derechos de autor. Todos sabemos cómo funciona la SGAE: recauda dinero para sí misma y para los creadores a través de las copias y reproducciones realizadas de los originales, llegando al colmo de gravar con un canon los propios medios técnicos de reproducción con independencia de su uso posterior. Habría mucho que decir al respecto porque el original propiamente dicho, en el caso de un cantante, sería el concierto; pero ellos mismos comercializan copias; si mantienen el control de éstas, es decir si obtienen beneficios, se consideran legales. En fin no voy a entrar en un análisis exhaustivo sobre el tema porque todos tenemos ya un juicio formado al respecto; sólo quiero resaltar la contradicción entre el valor estético y el económico de una obra. El valor de una copia se reduce al valor económico de los materiales y del trabajo, pero entonces ¿por qué gravarla con derechos de autor? La respuesta parece clara: porque más allá del soporte material que la alberga se le reconoce algún tipo de valor que no puede ser más que estético, lo que nos hace cuestionar, una vez más, la exclusividad del original como depositario único de los valores estéticos. 

6.      Conclusión

Puede que el culto al original y las críticas a la democratización de la cultura obedezcan a la añoranza de los orígenes, de algún pasado mejor; o puede que sea simple miedo a lo nuevo, pero lo que no podemos negar es que la sociedad cambia y con ella la sensibilidad estética; estos cambios traen consigo cambios en las formas de expresión artística y en los medios materiales para su reproducción. Muchas veces esos cambios son meros tanteos o experimentos que la historia irá depurando; pero en el camino se van consolidando algunos nuevos productos de indiscutible valor, como la fotografía y el cine. Algunas vanguardias, y especialmente algunos futuristas quisieron representar el movimiento en algunas de sus obras pero resulta que el nacimiento del cinematógrafo resolvió mejor el problema y se consolidó como arte.

Mi pretensión ha sido, en parte, desmitificar el original y denunciar el negocio del arte. Vale, estamos en una sociedad de consumo y el arte es un negocio; se basa en la obra original y el que compra una copia a precio de original hace un mal negocio. Como todo bien escaso el arte se revaloriza, especialmente con la muerte del artista, pero el valor económico es distinto del valor estético; por ejemplo, sin una gran cultura apenas somos capaces de disfrutar de algunas obras de arte clásico que fueron producidas en épocas con gustos muy diferentes a los nuestros aunque su valor económico sería indiscutible. Reivindicar el valor estético de la copia no implica minusvalorar la obra original; es evidente que todo proceso estético comienza ahí; sólo he querido contribuir a desmontar un prejuicio que se apoya en la teoría del genio y que está siendo utilizado por los intermediarios del arte para rentabilizar su negocio; sin embargo no podemos cerrar los ojos a los cambios que se están produciendo en el mundo del arte, con nuevas formas de expresión y reproducción en las que la técnica juega un papel más importante cada día.

Por eso quería, en segundo lugar, recomendar una mayor receptividad hacia lo nuevo. Con esto no quiero decir que sea un partidario incondicional del culto a lo nuevo y un ferviente admirador del progreso. Sólo quiero contribuir a liberar el mundo del arte de ciertos prejuicios heredados de la tradición, como éste que sacraliza la obra original y a su creador, y reclamar un mayor protagonismo de la experiencia estética del espectador. Es necesario desmontar algunas viejas categorías estéticas, como ésta del genio y el original, porque, como hemos visto, en vez de explicar las manifestaciones artísticas actuales confunden al espectador y le hacen depender de criterios estéticos impuestos, generalmente, desde las instituciones que controlan el valor económico del arte.

Tal vez pueda parecer que mi propuesta conduce al subjetivismo del gusto y en parte es así, porque como decía Hume todo juicio estético es legítimo porque es subjetivo: pero también es bueno procurar educar el gusto para salir del subjetivismo, aunque éste ya es tema para otro artículo. 

Valladolid, julio de 2009